Cuando digo que me mi vida es una sucesión de capítulos surrealistas, es porque lo es y después de lo que voy a contar, nadie va a tener huevos ni autoridad moral para rebartírmelo.
Yo es que no doy crédito.
Todo empezó ayer después de comer, cuando otra vez empecé a pensar en mi madre y en el Momento Anunciación. Mi sentido común me decía que actuase cual Infanta, es decir moverme con discreción y sigilo y esperar a que transcurran las 12 primeras semanas de rigor para anunciar el embarazo. No obstante, desde que estoy preñada, he notado que sufro ataques repentinos de sinceridad simplemente porque siento la imperiosa necesidad de escupir lo que pienso. Sin piedad ni paños calientes, sin reparar en daños colaterales digo lo que me da la gana a quien me da la gana.
Y de pronto, supe que no tenía nada que ocultar, que estaba ya cansada de darle vueltas a lo mismo, de maquinar absurdas fórmulas de cómo y cuándo se lo diría a mi madre, de elegir mentalmente cuál sería el mejor momento, de imaginar su temida reacción. Quería acabar con esto cuanto antes, así que decidí vestirme y hacerle una visita para anunciarle la buena nueva. Me temblaban las piernas mientras pensaba que el Momento iba a ser ahora.
Me abrió la puerta mi hermana Isabel:
– ¡Hola! ¡cuánto tiempo! Pasa, mamá acaba de llegar
Miré a mi alrededor en busca de pequeños signos que me confirmaran que iba a hacer lo correcto. En esos momentos, como un presagio, como una visión grotesca apareció mi madre con su falda granate de cateta rica, las “Paredes” que se compró hace 25 años para ir a “andar” con las vecinas y una gorra del Papa en la cabeza. Después de mirarme de arriba a abajo como si estuviera recién salida de un lupanar, sólo acertó a decir:
– Mala cara traes, Carmencita ¿te encuentras bien?
– Yo sí, mamá (silencio de cinco segundos) ¿Y tú?
Afortunadamente y por puro instinto conseguí morderme la lengua a tiempo porque de verdad pensaba que no se había tomado la pastillas para la isquemia.
Mi madre sonrió beatíficamente.
– Estoy feliz, hija. Acabo de volver de Barcelona, he visto a Su Santidad.
Así descubrí que había más homenaje a la naturalidad surrealista en esta magistral escena del souvenir papal que en toda la filmografía de Almodóvar. Decidí no romper el éxtasis. Mi madre estaba todavía en plena resaca emocional: acababa de cumplir el sueño de su vida y yo nunca osaría estropearle el momento. Dejé que me preparara una tila, escuché sus anécdotas del viaje papal y tuve que reir con las gracias monjiles que contó de Paloma Gómez Borrero. Después me juré a mi misma empezar con la practica de algún tipo de terapia de relajación (meditación, yoga, tal vez reiki) y decidí callarme lo de mi embarazo como una perra.
Mi madre era feliz porque había visto al Papa, aunque prefería ignorar todos los días lo que yo llevo años sospechando: cada guerra, cada maltrato, cada injusticia, cada enfermedad, cada lágrima de un niño, cada declaración absurda de Bush, aparece de forma recurrente como demostración empírica de que Dios no existe.
Pero qué coño, ayer mi madre fue feliz.